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ENTREVISTAS | 01-12-2012 21:47

Barreda íntimo

Una charla inédita con Ricardo Barreda, el dentista que asesinó a sus mujeres. Un adelanto de su biografía, "Conchita", que seguramente será uno de los bestsellers de este verano.

Por Rodolfo Palacios

Si Berta lo dejara, Ricardo Barreda tapizaría las paredes de departamento dos ambientes de Belgrano con fotos de mujeres en ropa interior. Sólo logró pegar un volantito que una prostituta le dio en la calle, hace unos meses, cuando el viejo salió de paseo por el barrio. Cada vez que discuten, su novia amenaza con tirar ese papelito en el que hay una foto de una mujer desnuda y aparece la inscripción: “Vení a divertirte con La turca”. Pero Barreda le pide, casi a los gritos: –¡Con las nenas no te metás! Son mis amigas.

Si no hubiese hecho lo que hizo, Barreda sería como cualquier viejo de 77 años que está cansado de todo: protestón, huraño, mañero, malhumorado, estructurado, contradictorio, indiferente ante las muestras de afecto de su novia. Pero es imposible separar su pasado: el que lo convierte en uno de los asesinos más emblemáticos de la historia criminal argentina. Desde que mató a su esposa Gladys McDonald, a su suegra Elena Arreche y a sus hijas Adriana y Cecilia, el 15 de noviembre de 1992 en su casa de La Plata, Barreda dejó de ser el dentista rutinario y respetuoso para transformarse en un asesino múltiple.

Conocí a Barreda hace poco más de un año y medio. Me recibió en su casa con la condición de que no le preguntara de los cuatro crímenes. Sólo habla de su pasado a cambio de dinero: acostumbra a cobrar las entrevistas, algo que hacen muchos presos célebres argentinos desde que un día la tevé comenzó a pagarle a los criminales para que contaran sus historias. En el primer encuentro comimos una picada con vino blanco.

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Ese día descubrí a otro Barreda. No el que aparecía mostrándoles el dedito a los periodistas o sacándoles la lengua. Era un tipo amable que habló de cine, de fútbol, de la pesca, su pasatiempo preferido, y de sus deseos de volver a ejercer como odontólogo. Desde hace tres años, Barreda vive con su novia Berta Andrá en Belgrano. Ella lo conoció en la cárcel y en la actualidad lo mantiene porque él ni siquiera cobra jubilación. Para los psicólogos, la mujer sufre de enclitofilia, una especie de atracción por el mal y los asesinos, como si en el acto de amar a una bestia quisiera redimirlo o salvarlo del infierno.

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–¿Cómo se lleva con Berta? Al parecer, ella lo ha sabido querer –le dije un día a Barreda-

–Psee –respondió pensativo, con dejadez, y la mano derecha en la pera–. Psee, me aguanta.

–¿La convivencia es como usted esperaba?

–Psee.

–¿Salen a pasear?

–Mmm. Somos de salir poco. Yo me movilizo más. Voy para tal lado y le digo: ¿Gorda, querés venir? Y ella nada. Salgo a otro lado y le pregunto: ¿Gorda, querés acompañarme?

Y ella nada. Hasta luego, le digo, y cierro la puerta. ¿Querés venir a La Rural? No, me dice. Ya la vi muchas veces con la escuela y me cansó. ¡Liiistooo! Voy solo. Chau, hasta pronto. Pim, pum, pam, a otra cosa mariposa. Y me voy a ir a ver las vacas a La Rural, como les digo yo. Yo tenía ganas de ir y todo el tiempo que estuve guardado no pude ir.

–Pero usted está bien con Berta.

–Psee.

–Se los ve bien.

–Psee.

–Están enamorados y juntos.

–Psee.

–¿Sí?

–Psee.

El odontólogo decidió acompañarme hasta la parada del subte. Caminamos por la avenida Cabildo, dos mujeres nos seguían y nos sacaban fotos. Le avisé a Barreda.

–Qué me importa. Que hagan lo que quieran. Yo no molesto a nadie..

Luego pasó una morocha sensual, con un shorcito blanco ajustado, sus piernas eran hermosas.

–¡Qué minón! –se maravilló el viejo.

–Un minón –acoté.

Luego bajé a la estación y Barreda me saludó con la mano.

En la vereda un hombre jugaba con su perro labrador. Barreda miró la escena con ternura.

–¿No le gustaría tener un perro?

–Sí. Hace mucho tiempo que tengo ganas.

Una vez quise tener un perro, pero ellas me dijeron que no. Me sacaron cagando: ¡guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau!

Barreda ladraba como un perro pequeño. “Ellas” eran su esposa y sus dos hijas.

–Nos gustan los perros. Tengo una amiga -dijo Berta- que tiene un perro salchicha. La adora. No puede vivir con ella, le huele hasta el escote, se le pone ahí para que descanse.

–Le quiere chupar las tetas –acotó Barreda y largó una carcajada contagiosa.

–¡Pero Ricardo! ¡Qué boca sucia!

–Tranquila, chochán.

–Qué hombre tremendo. Me dice chochán.

–Chochán, chochán, chochán.

–Bueno, viejo, andate con otra.

–Sí, pibas de 24 me gustan.

–Es verdad. El otro día viajó a La Plata para hacer un trámite y volvió con una colombiana.

–Amiga mía. La guié porque no conocía Buenos Aires.

–Sí, a ver si encontrás otra que te aguante como yo.

–Sobran mujeres como vos –dijo Barreda con una sonrisa, como dando a entender que era una broma.

Berta se lo tomó a mal:

–No digas eso, no seas injusto. ¿Y todo lo que hice por vos? ¡Todo lo que hice por vos!

–¡Me cago en Satanás! Era un chascarrillo, mujer.

Berta no respondió. Con un tenedor se puso a revolver el relleno de carne de una empanada.

–¡Qué hacés! ¡Es una empanada! ¡Cómo la vas a abrir así! ¡Me cago en Satanás!

Luego Berta contó que tenía una amiga con cáncer de tiroides, y que en el cuello se le había formado una cicatriz monstruosa.

–Pobrecita, el marido le dice matambrito.

–¡Matambrito! –exclamó Barreda entre risas.

De pronto, Berta contó una anécdota del viaje que habían hecho a Ushuaia hacía pocos días. En el avión al ondontólogo lo reconocieron algunos pasajeros de La Plata que comenzaron a alentarlo como si fuera una estrella de rock:

–Le gritaban ¡Ba-rre-da! ¡Ba-rre-da! Y él se integró a todos los pasajeros, bah, nos integramos. Todos dijeron que él era muy inteligente y muy culto.

Eso dijo Berta mientras Barreda fruncía el entrecejo y su cara era dominada por una mueca de fastidio.

–¿Fueron en un tour?

–Claro, éramos varios, casi todos viejos.

Nos hicimos amigos de las mucamas, eran divinas. La prensa del sur lo trató mucho mejor, nada que ver con los periodistas de Buenos Aires. Todos le decían “hola doctor”, “cómo le va doctor”, “qué anda haciendo por acá”, “necesita algo”.

Barreda estaba molesto. De postre pidió un almendrado y mientras lo comía despacio, dos mujeres se acercaron a saludar a Berta. Eran dos ex docentes que trabajaron con ella. Antes de irnos, Barreda fue al baño y en el camino se quedó sorprendido por un pozo espejado que conducía a una especie de túnel.

–Es como un boquete. Capaz que da a la bóveda de un banco. ¡No! Ya sé. Es la cueva de Hannibal Lecter. Qué peliculón es El silencio de los inocentes, pero Berta ni sabe de lo que hablo porque no la vio. Me intriga ese sótano. Pero mejor no bajemos que nos morfa crudo.

Nos despedimos en la puerta. Ellos tomaron un taxi hacia Belgrano. Iban a dormir la siesta. En el camino, cuando el taxista descubrió que era Barreda y Berta le dijo que era su cumpleaños, le regaló un libro con letras de tango.

–Maestro, elija una que la canto.

Y después de hojear el libro, Barreda le pidió que cantara “Desencuentro”, de Cátulo Castillo.

El taxista cantó con su vozarrón. Barreda lo hacía casi en voz baja, aunque levantaba el tono en el estribillo:

Estás desorientado y no sabés qué “trole” hay que tomar para seguir. Y en este desencuentro con la fe querés cruzar el mar

y no podés. (…)

¡Qué desencuentro!

¡Si hasta Dios está lejano!

Llorás por dentro, todo es cuento, todo es

vil. (…)

Por eso en tu total fracaso de vivir, ni el tiro del final te va a salir.

Es probable que Barreda se haya identificado con la letra. Parte de su vida fue un tango. Un tango que terminó en tragedia. Ahora, en los últimos años de su vida, cuando otros hombres se entregan mansamente a la muerte y recuerdan con nostalgia su pasado, Barreda se sentía como quien nada contra la corriente. No tenía mucho para recordar. Quería deshacerse de su pasado. Como si lo malo le hubiese ocurrido a otro. Cuando los dejó en la puerta de su casa, el taxista le pidió un autógrafo. Barreda lo complació con desgano. Su cumpleaños había terminado. Y al otro día no tenía nada que festejar. Era el Día del Padre.

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